Hugo Morán es Patrono de la Fundación Renovables
Entre las denominadas emisiones difusas, ocupan lugares destacados en el ranking de contribuyentes en la liberación de contaminantes a la atmósfera, las asociadas al transporte y también a la edificación.
Hace años que se viene debatiendo sobre la necesidad de readaptar el conocido Impuesto de Circulación de Vehículos –la viñeta- a una nueva realidad, evolucionando del concepto inicial de ocupación del suelo y uso de infraestructuras viarias al de la polución del aire. Indudablemente, la constatación del deterioro que supone la concentración de tráfico rodado sobre la calidad de vida, principalmente en las grandes urbes, ha llevado a los gobiernos de las tres administraciones a buscar respuestas encaminadas a paliar los estragos que causa la contaminación del aire en la salud de los ciudadanos.
Así nos vamos encontrando cada vez más con dos categorías básicas de vehículos: los que hasta ahora han sido considerados como convencionales y los calificados con el rango de bajas emisiones o emisiones cero. Hay razones, algunas de peso, que dificultan el tránsito de un parque de vehículos convencionales a otro de bajas emisiones: la oferta de prestaciones que hacen las marcas asociada a su influencia por la vía de la publicidad, el necesario cambio de toda la logística vinculada a este vector de movilidad, el precio de los motores de hidrocarburos frente al de los híbridos o eléctricos, e incluso la propia inercia social. Aun así, parece haberse marcado una senda relativamente clara en materia tributaria que consolidará las ventajas de conducir un coche sin humos, e indudablemente esto conllevará a su progresiva sustitución. Pero además de esta señal incentivadora, nos iremos encontrando cada vez más con la coercitiva de la restricción de accesos a determinadas zonas que las ciudades irán delimitando en busca de áreas libres de contaminación.
Esta estrategia, en apariencia claramente definida, con la que se podrán ir embridando en parte las desbocadas emisiones del parque móvil, se torna en indefinición, indecisión o inseguridad, a la hora de afrontar medidas similares respecto al parque inmóvil, esto es al de la edificación.
Parece haberse marcado una senda relativamente clara en materia tributaria que consolidará las ventajas de conducir un coche sin humos, e indudablemente esto conllevará a su progresiva sustitución.
Ahorro y eficiencia, por la vía de la rehabilitación energética de edificios, es el mensaje institucional que se traslada tanto al sector como al conjunto de la ciudadanía, aunque bien es cierto que se hace con la boca pequeña; con algo más de impulso acuciado el país a partir del estallido de la burbuja inmobiliaria y el hundimiento de la edificación de nueva planta.
Pero son muy escasos, y hasta etéreos, los incentivos que los propietarios perciben a la hora de evaluar los pros y los contras de acometer inversiones que son considerables cuando hablamos de las economías medias de las familias de este país. Algunas líneas de financiación abiertas por el Gobierno en forma de subvenciones, determinados incentivos de menor cuantía en el caso de las Comunidades Autónomas más concienciadas, e incluso puntuales bonificaciones o exenciones en tasas por parte de algunos Ayuntamientos que han iniciado esta senda en sus ordenanzas fiscales y urbanísticas.
Ahorro y eficiencia, por la vía de la rehabilitación energética de edificios, es el mensaje institucional que se traslada tanto al sector como al conjunto de la ciudadanía, aunque bien es cierto que se hace con la boca pequeña.
En paralelo, va irrumpiendo en nuestra realidad inmobiliaria la Certificación de Eficiencia Energética de Edificios, pero el camino está siendo tan largo como accidentado. Hablamos de una Directiva de 2002, traspuesta a nuestra legislación en 2007, modificada en 2010 por el Parlamento y el Consejo Europeos y readaptada a nuestra legislación mediante el Real Decreto 235/2013 de 13 de abril. Si bien la cruda realidad es que su implementación a pie de obra está siendo tan liviana que casi ni se percibe modificación alguna en el mercado.
Deberíamos pensar en una medida de largo alcance, claramente perceptible por el conjunto de los ciudadanos y con un impacto económico mensurable hasta el punto de convertirse en factor determinante. Para ello no hay más que seguir la hoja de ruta que se pretende en relación con el Impuesto de Vehículos y reeditarla en relación con el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI).
No es razonable que un inmueble que socializa los costes de su deficiente climatización y de sus excesos energéticos, reciba el mismo tratamiento fiscal que aquél otro cuyo propietario libera al resto de los ciudadanos del impacto de sus emisiones por la vía del ahorro y la eficiencia. Esto es, deberían diferenciarse los edificios por categorías de emisiones en el terreno de la fiscalidad.
¿Se podría gestionar el Censo de Inmuebles a efectos fiscales con dos categorías en razón de sus emisiones? Simple y llanamente sí. Vendríamos a tener un solo impuesto pero más justo, que daría un tratamiento blando a los “Buenos Inmuebles”, y otro más duro a los “Malos Inmuebles”. Nada nuevo bajo el sol, simple y llanamente la aplicación del principio de que “quien contamina, paga”.