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Nos vamos a Tiflis a jugar la Supercopa

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O cómo no se valoran los criterios energéticos y ambientales a la hora de tomar decisiones

Aunque la comunidad científica no tiene dudas de que el gran desafío al que nos enfrentamos a nivel mundial es el calentamiento global y aunque sabemos que el sector energético es el responsable de las dos terceras partes de las emisiones mundiales de Gases de Efecto Invernadero y, por tanto, que su evolución será determinante para que puedan alcanzarse o no los objetivos climáticos, el consumo de energía a nivel mundial, lejos de reducirse, se ha incrementado en los últimos diez años una media anual del 2,5%.

Y es que el conjunto de los países está fracasando en su objetivo (obligación) de conducir al sistema energético mundial por la senda de la sostenibilidad. Nos empeñamos en seguir exhumando los depósitos carbónicos de la era Paleozoica, de hace 340 millones de años, extrayendo energías fósiles y volviendo a cometer los mismos errores, al acudir a las técnicas del fracking, para obtener un gas que sigue siendo de origen fósil y por tanto agotable y no sostenible.

Seguimos prefiriendo energía barata a corto plazo que plantear un modelo a medio-largo plazo basado en la sostenibilidad del sistema energético. Por ello, cada año que pasa es más difícil y costoso conseguir el objetivo climático de limitar el calentamiento global a 2ºC en 2050. En este escenario, ya hemos comprometido las cuatro quintas partes de las emisiones permitidas para 2035 y, si seguimos por este camino, en 2017 ya habremos dilapidado todas las reservas de CO2 permitidas para este año, situándonos por tanto, según los expertos, en un escenario de no retorno ambiental. Seguimos empleando la frase de “la economía, estúpido”, cuando ya deberíamos conjugar preferentemente esta otra de “el Planeta, estúpido” o quizás esta otra más directa aún: “Yo, estúpido”.

Seguimos prefiriendo energía barata a corto plazo que plantear un modelo a medio-largo plazo basado en la sostenibilidad del sistema energético.

Y es que caminamos muy lentamente por la senda de la sostenibilidad, pues los avances reales conseguidos hasta la fecha en eficiencia energética y en implementación de energías renovables a nivel mundial son tímidos y por tanto insuficientes para evitar el calentamiento global.

Aunque algunos países y regiones tienen planteadas propuestas interesantes en ahorro y eficiencia energética (desgraciadamente, no es el caso de nuestro país, en el que las actuaciones en ahorro y eficiencia energética van siempre a remolque de las Directivas europeas y en el que hay un trato bochornoso y discriminatorio  –por ejemplo, en el caso del autoconsumo– al desarrollo de las energías renovables), los esfuerzos llevados a cabo en los últimos años se antojan decepcionantemente lentos, pues sólo hemos actuado sobre la “punta del iceberg”, quedando todavía un gran mundo sin explorar, estimado en al menos un 60% de las posibilidades de actuación en este sector. Por tanto, el ahorro y la eficiencia energética deben pasar de ser una opción plausible a ser una imperiosa necesidad.

En lo que se refiere al desarrollo de las energías renovables, si bien son las que más crecen en los últimos años, todavía están lejos de ocupar la posición de primacía y relevancia que deben tener en un escenario energético sostenible. Aunque la energía solar fotovoltaica y la eólica han cimentado la posición de las energías renovables como parte indispensable del mix energético, al ritmo que vamos, hasta 2035, no habrán alcanzado al carbón como fuente de generación eléctrica. Las tecnologías renovables, sobre todo las dos indicadas, están ya en una fase de madurez tecnológica tal que debe acelerarse su presencia, toda vez que son las únicas sostenibles.

La cuestión, por tanto, es ver cómo somos capaces de acelerar la transición hacia un modelo energético sostenible, es decir: descarbonizado (sin generación de Gases de Efecto Invernadero), desenergizado (más eficiente), desmaterializado (con un uso limitado de recursos: agua, suelo, combustible…), autosuficiente y renovable.

Y en este contexto es en el que quiero apuntar una cuestión que, a mi entender, no se tiene ni mínimamente en cuenta, como es la incorporación de los criterios de consumo energético y de generación de emisiones contaminantes a la hora de tomar decisiones.

En lo que se refiere al desarrollo de las energías renovables, si bien son las que más crecen en los últimos años, todavía están lejos de ocupar la posición de primacía y relevancia que deben tener en un escenario energético sostenible.

Muchas veces recorremos cientos de kilómetros (gastamos tiempo y energía) para mantener una conversación que se podría haber mantenido por teléfono o por videoconferencia. Otras tantas, se reúnen cientos de personas para hablar, lejos de sus lugares de origen, de cómo ahorrar energía en un determinado sector, sin valorar lo que energéticamente va a costar mantener la reunión y las opciones para minimizar este consumo. Casi nunca, los planes y programas de planificación urbanística, de definición de infraestructuras o de desarrollo de actividades económicas, contemplan criterios de sostenibilidad energética a la hora de optar por una u otra opción. Es decir, en muchas de las actividades que realizamos o se proyectan, se echa en falta un mínimo análisis sobre las implicaciones energéticas y ambientales que tal acción conllevará. No se trata, claro está, de que sea el único parámetro a considerar, pero sí que al menos debería ser uno más de los que considerar a la hora de llevar o no a cabo una determinada acción.

Y en este punto quiero poner un ejemplo de lo que acabo de indicar que no deja de asombrarme y mosquearme: ¿Por qué los aficionados del Sevilla FC (entre los que me encuentro) y del FC Barcelona tuvieron que ir a Tiflis para ver a sus equipos jugar la Supercopa de Europa? ¿Por qué no se jugó en Sevilla, o en Barcelona, o en una ciudad “neutral” como Madrid?

Es evidente que no tengo nada en contra de la capital de la república de Georgia, ciudad que desde hace tiempo fue designada por la UEFA como sede para jugar esta competición. Pero debería arbitrarse un procedimiento para “acercar” este evento deportivo a los finalistas, que en 2015 se sabía desde el seis de junio (día de la final de la Champions), dos meses antes de la final de la Supercopa (que fue el 11 de agosto). En ese espacio de tiempo, con un compromiso previo de las federaciones nacionales de poder organizar en su país la final según los equipos finalistas (máxime cuando los dos son de un mismo país, como es el caso que nos ocupa) o escogiendo una ciudad más “centrada” en el continente, se podría haber reducido considerablemente el consumo energético y el impacto ambiental de la final. No buscar una solución a esta posibilidad es un claro ejemplo de cómo el criterio energético y ambiental no cuenta a la hora de tomar decisiones, con lo que ello supone de impacto ambiental.

Y para justificar mi argumento voy a realizar unos sencillos cálculos con los que pretendo poner de manifiesto el coste energético y ambiental que tal decisión ha causado, comparándola con otra más “racional” como habría sido jugar en Madrid.

La distancia entre Barcelona y Tiflis es de 4.755 km, por lo que cada aficionado del Barça tuvo que recorrer 9.510 km para ver el partido y volver. En el caso de los aficionados del Sevilla, estos debieron recorrer (Sevilla – Tiflis – Sevilla) 11.422 km. Suponiendo que 2.000 aficionados de cada equipo fueron al partido y que, por cuestión de distancia, lo hicieron en avión, el número total de kilómetros que debieron recorrer estos 4.000 aficionados, en el caso de ir a Tiflis y volver a su ciudad, fue de 41.864.000 km.

Si en lugar de que dos equipos de un mismo país vayan tan lejos a jugar y lo hubieran hecho en este caso en Madrid, la distancia a recorrer por los aficionados del Barça habría sido de 505 km hasta Madrid y de 530 km en el caso de los sevillistas, con lo que la distancia total a recorrer (ida y vuelta) habría sido de 4.140.000 km (un 10% de los kilómetros a Tiflis).

Tomando como valores medios, según la bibliografía especializada en este medio de transporte, un consumo energético de 0,028 litros de keroseno por km y pasajero y de 0,1 kg de CO2 emitido por km y pasajero, las dos opciones planteadas arrojan los valores siguientes:

4.000 aficionados (Sevilla + Barça) kms recorridos Consumo energético (litros de keroseno) Emisiones a la atmósfera (t CO2)
Opción Tiflis 41.864.000     1.172.192    4.186,4
Opción Madrid  4.140.000        115.920      414,0
Diferencia/ahorro 37.724.000    1.056.272  3.772,4

Por tanto, la decisión de que dos equipos de un mismo país jueguen en una ciudad que dista unos 5.000 km de la suya, en vez de haber tomado una decisión más racional (y había tiempo suficiente para organizar el partido), como era jugar en Madrid, cuya distancia aproximada a Sevilla y Barcelona es de unos 500 km (diez veces más cerca que la opción considerada) supuso incrementar el consumo en algo más de un millón de litros de keroseno (868 tep) y emitir 3.772 toneladas más de dióxido de carbono a la atmósfera. En términos más fáciles de entender, las emisiones que podríamos haber evitado con una solución más racional, son las que emiten 1.500 vehículos de clase media que recorran 20.000 km al año o las equivalentes al consumo anual de 1.300 viviendas de consumo medio.

Es un ejemplo sencillo de cómo podemos ayudar, entre todos, con decisiones sensatas y racionales, a reducir las emisiones contaminantes. En este caso, la opción “Madrid” frente a la opción “Tiflis”, habría supuesto un ahorro en consumo y emisiones en torno al 90%. Además, irían más aficionados y se lo pondríamos más fácil y más barato.

Distancia Tiflis Madrid

Distancias comparativas entre las dos opciones planteadas (“Tiflis” y “Madrid”)

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